sábado, 3 de septiembre de 2016

03/04/2016 Katmandú.


Tras unas 36 horas de viaje con transbordo en Madrid y Abu Dhabi llegamos, cansados, pero con muchas ganas de verlo todo.

Enjambre de cables. Katmandú.
Tres no siempre son multitud.
Ya el aeropuerto de la capital nepalí es un auténtico caos, cuando al fin consigues pasar la aduana, sellar visado, pagar y recoger tus maletas (las dos con el material escolar estaban tiradas en un rincón alejado de la cinta donde salieron todas las demás, al parecer pasaron por la aduana pero ni las miraron… BIEN!!!) puedes salir a la cruda realidad. Katmandú… el caos, el más absoluto caos, una capital pobre, donde no existen reglas de circulación, donde te puedes dejar la vida a bordo de cualquier tipo de vehículo, donde puedes atropellar a 50 personas cada 100 metros pero donde no pasa nada de esto… un orden dentro del mayor de los desórdenes. He estado en sitios como Marruecos y Egipto, y jamás ni de lejos he visto una cosa igual. 

Los alrededores del centro son indescriptibles, hay que verlo para poder hacerse una idea. Todo lleno de basura, todo reventado, la polución era espectacular, no se veía el azul del cielo, la gente iba con máscaras, todo tirado, hasta las tiendas están llenas de todo… la más mínima limpieza brilla por su ausencia, tiendas minúsculas con 5 o 6 vendedores de roña dentro, esperando a que pase alguien para intentar venderle alguna de esa mercancía roñosa, es impresionante de verdad, no puedo poner muchas fotos de todo esto porque no terminaría, en fin... Un paraíso para los aventureros. Total, en el aeropuerto conocimos a nuestro guía que nos esperaba con un conductor y unos collares de claveles naranjas, símbolos de bienvenida y de suerte. 

Con los collares de claveles.
Difícilmente nos entendíamos, nosotros por nuestro inglés y a él por su inglés… fuimos pillándole el acento poco a poco. 

Llegamos al hotel donde nos hospedaríamos a la ida y a la vuelta de la montaña, en total 4 días aunque en un principio eran cinco, pero eso ya lo contaré más adelante cuando lleguemos a Lukla desde Namche. ¿El hotel? Una pensión de mala muerte aquí en España, allí un 4 estrellas. Conocimos al director de la ONG a la que ayudamos y quedamos por la tarde noche con él, con nuestro guía y el director de la agencia con la que hacíamos el treking. Hablamos con ellos mientras nos tomábamos nuestro primer MilkTea, el primero de mi vida, después vendrían muchos más. Quedamos para el día siguiente con el director de la ONG, el cual nos llevaría a un poblado a las afuera de Katmandú para entregar el material escolar. Con el director y el guía acordamos todos los términos del treking y nos dieron bastante información sobre el viaje en sí y sobre lo que podíamos hacer en Katmandú esos días “libres” 

Tienda de ¿piedras?
Máscaras budistas.
Ya casi sin vernos las caras pues había un corte de luz (muy muy habitual en la capital) y el generador no daba para la luz del patio del hotel, nos despedimos con ganas de que llegara el día siguiente. Nos duchamos en la habitación y sin descansar (ni ganas aún) nos fuimos a patear un poco el centro. IMPRESIONANTE todo lo que puedes llegar a ver, oír, comprar y comer ahí… no se puede explicar tampoco, eso si, ahí tenéis que ir, debería ser obligatorio, por Ley, estar en el centro de Katmandú un día al menos en la vida de todas las personas. Perdí la cuenta de las veces que nos ofrecieron “diversión psicotrópica” en fin, un caso, un bendito caos.

Comimos en un restaurante raro, mil y pico rupias, la primera cena, la más cara de todas las del viaje en suelo nepalí, ya le iríamos cogiendo el truquillo. Apenas tenían luz, pero se respiraba un ambiente agradable, no parábamos de reírnos de todo, estábamos nerviosos, cansados y con hambre, estábamos en el culo del mundo a punto de vivir una aventura guapísima, de hecho ya había empezado. 

Set Dalbat.
Como picaba todo… hasta el agua picaba, allí pica hasta el café con leche. Los sudores me caían por toda la cara mezcla de picor en la boca y del calor que había en la ciudad, la comida era un Set Dalbat, un plato de arroz picante, rodeado de una especie de espinacas picantes, una sopa super picante, y unas habichuelas con pollo que también picaban lo suyo, vamos... un paladar infernal a los cinco segundos de empezar a comer.

En fin, un lujo, un viaje único que acababa de empezar, terminábamos el día bebiendo mucha agua, leyendo un poco sobre la ciudad, escuchábamos la tele sin entender nada, hablamos de lo que nos deparaba el futuro próximo y sin más y con algún mosquito que otro nos fuimos a dormir, un día impresionante, comenzaba el sueño, estábamos preparados y encima al día siguiente teníamos una pequeña pero gran misión que cumplir, entregar el material escolar que tanto nos había costado poner allí, más de 46 kilos de ilusión para unos niños que merecían todo eso y más.

Katmandú.





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